De cerillos, monedas y otras prótesis de la memoria

Mario E. Fuente Cid
5 min readJul 9, 2024

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I

Mi abuela trabajó muchos años en una tintorería. Antes de limpiarlos, tenía que revisar los bolsillos de los trajes de sus clientes. Así encontró un montón de cajitas de cerillos que se le fueron acumulando. Mi abuela guardaba esas cajitas en unas peceras grandes, de esas redondas. Las peceras han estado siempre ahí, esperando que alguien les meta la mano para revivir algunos recuerdos. En esta casa, procuro que las cosas se queden donde se dejaron por última vez, el mayor tiempo posible. No he querido mover ni el polvo de lugar. Temo que al hacerlo se vaya también el olor característico de esta casa. Hace unos meses una de mis hermanas vino a la Ciudad, a México como decimos nosotros. Cuando entró lo primero que dijo es “sigue oliendo como la casa de abuelita”. Se dice que el olor es uno de los vehículos más importantes de la memoria. Con esta declaración me sentí un exitoso preservador del recuerdo. Hoy en la mañana bajé una de las peceras.

II

Las peceras tenían mucho polvo, desde luego. Mi abuela también tenía una colección de monedas. Las había conseguido de la misma manera. Las monedas habían sido lo suficientemente valiosas para guardarlas y transportarlas en los bolsillos, pero de una denominación tan baja como para olvidarlos ahí. Las monedas venían de muchos países; Japón, Reino Unido, Egipto, etcétera. Las cajitas de cerillos eran artículos de promoción de restaurantes y hoteles caros, sobre todo. También las había de discoteques, cruceros, clubes de boliche y recuerditos de bodas. Antes de bajar la pecera había tenido la fantasía de sacar un puño de cerillos y visitar las direcciones de los lugares. Me gustaría saber si siguen siendo lo que promocionaban. Ahora siento que fui un poco ingenuo. La mayoría ni siquiera están en el país. No he hecho una revisión detallada, pero los cerillos tienen direcciones de Londres, Las Vegas, Nueva York, Acapulco. De esta arqueología se puede inferir que sus clientes debieron ser ricachones. Esto yo ya lo sabía.

III

La tintorería se llamaba “Coahuila”. Ni siquiera sé si todavía existe. Tampoco sé cuanto tiempo trabajó ahí, ni donde estaba, o está. Aunque mi abuela se había jubilado hace muchos años, yo la recuerdo siempre trabajando. Antes de su jubilación trabajó en otra tintorería. De esa no recuerdo el nombre. Podría llamar a mi mamá y preguntarle. Esto resolvería rápidamente varias de mis dudas. Para ser honesto prefiero que, al menos para las intenciones de este escrito, estas inquietudes queden ambiguas, irresueltas. No solemos reparar en que, si podemos recordar algo, es porque olvidamos muchas otras cosas más. A veces también nos inventamos cosas sobre nuestro pasado, muchas veces sin darnos cuenta. Creo que son como prótesis de la memoria. Nos ayudan a seguir, aunque sean piezas construidas a modo para resolver los faltantes. En esta relación de ausencias y recuerdos se va negociando nuestra identidad.

IV

Mi abuela es una de las mujeres a las que más le he escrito. Lo hice antes de su muerte y lo sigo haciendo ahora. También le dediqué mi tesis de maestría. Se llamaba Socorro, aunque le decían Coco. Siento que cierta película infantil llamada igual arruinó ese sobrenombre. No voy a negar que sigo teniendo la inquietud de buscar los lugares de las cajas de cerillos. Intentaré buscar algunos de la Ciudad de México y hacer la prueba. Cuando yo era niño esas cajitas ya estaban, entonces deben tener unos 40 años. A veces me pregunto por qué, a pesar de todas las complicaciones, me gusta tanto vivir en esta ciudad. Creo que una de las razones es que en esta ciudad vivió mi abuela, aunque ni ella, ni mi mamá, ni yo hayamos nacido aquí.

V

Por ella esta Ciudad era un enorme museo para mí. Cuando venía a visitarla, en las vacaciones, ella me llevaba a muchos lugares. Lo hacía en el metro. El museo empezaba comprando los boletos del metro y seguía con las decoraciones arqueológicas de la estación Bellas Artes o con los murales de Copilco. Uno de los lugares que más me gustaba visitar era el Museo de Historia Natural, en Chapultepec. Me fascinaba aprender sobre la evolución de la vida y ver los esqueletos de dinosaurios. Luego dejé de ser niño y dejó de llevarme. Cuando volví de adulto encontré que las colecciones de colibríes estaban rotas. Todo el museo estaba en decadencia. Fue decepcionante. Mi abuela murió unos años después.

VI

En este momento me estoy preguntando ¿Por qué guardó mi abuela todos los cerillos y las moneditas? ¿Será que le daba tristeza tirarlas? Sé que en su niñez vivió muchas carencias. Cuando me como un mango todavía muerdo los pedacitos que quedaron en la piel. Según me cuenta mi mamá, cuando mi abuela era niña ella y sus hermanos pasaron mucha hambre. Me contó que, para no desperdiciar nada, se peleaban hasta por la cáscara del mango. Entonces por estas cosas siento que no tiraba nada y atesoraba las cosas que para otros eran insignificantes.

VII

Por mucho tiempo no me supe ni mi propio número de teléfono. Hasta donde puedo recordar, el único que supe fue el de casa de mi abuela, aunque ahora al marcarle no conteste nadie. Lo tuve desconectado bastante tiempo, por pura tristeza ¿Qué habrá en las direcciones de los cerillos? A lo mejor las calles ya ni se llaman igual. A lo mejor los edificios han sido derrumbados. Del siglo XX queda cada vez menos. Hasta la forma en la que se marcan los teléfonos ya no es la misma. Ya no existe la larga distancia al llamar, como cuando era niño y marcábamos a México desde Oaxaca. Mis hermanas vinieron el mes pasado. Casi se pierden porque el camión de Taxqueña ya no sale en el mismo lugar. Los nuevos camiones ya ni siquiera se pagan con monedas. Yo no voy a la tintorería porque ni tengo trajes. Nadie sacará el cambio de mis bolsillos y los guardará como una curiosidad. Tampoco fumo, no uso cerillos, ni soy un ricachón. Mi rastro sobre la tierra será otro.

Culhuacán

09/07/2024

Algunos de los cerillos y una de la peceras de mi abuela.

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